San Antonio de Táchira
Por: Juan Fernando Palacio
Profesor de Relaciones Internacionales, Universidad de Antioquia, juanfernandopalacio@gmail.com
Cómo visitar Cúcuta sin ir a Venezuela. El cambio de gobierno en Colombia
condujo desde septiembre pasado a la reapertura de la frontera y no queríamos
perder la oportunidad de acercarnos y entender mejor cómo están las cosas del
otro lado. Y ya que íbamos pasado el mediodía, pues, podíamos aprovechar para
almorzar allá antes de volver.
"¿Por qué no mejor aseguran el almuerzo antes de cruzar?", nos
dijo el taxista que nos conducía al puente internacional Simón Bolívar cuando
nos escuchó haciendo los planes. "Allá no van a encontrar mucho". Nos
señaló los restaurantes al lado de la carretera en Villa del Rosario donde
podíamos parar. De ser por el apetito que ya llevábamos, le hacemos caso, pero
cómo dejarnos tentar cuando estábamos tan cerca y bastaban unos pasos a pie
para probar algún manjar venezolano del otro lado. Seguimos adelante sin
acatarlo.
La meta era sencilla: vestidos lo más informalmente posible y sin nada
llamativo con nosotros, cruzar a pie el puente, pasar el control migratorio,
girar a la derecha en forma de ele, para caminar hasta la plaza e iglesia
principal de San Antonio, y devolvernos por donde entramos. Comer algo en el
camino. Ver.
Salimos del aire acondicionado del taxi al calor efervescente de La
Parada. Bullir de gentío y de ventas ambulantes a los lados de la vía. Algunos
carros llegaban hasta allí y otros más seguían hacia el puente, unos con placas
venezolanas, otros colombianas. Nadie nos hace control de salida en el retén
colombiano. Ni se mira mucho a los que pasan ni se hace registro de quién viene
ni de quién va. La gente va y viene en ambas direcciones. Al hombro, maletas,
bolsos y mercado. En las carretillas, maletas, bolsos y mercado. Los caminantes
no cabemos bien en las estrechas aceras del puente y nos tomamos un metro más
de la vía en los lados, con facilidad gracias al poco flujo de carros. Coteros,
carretilleros y pasantes. Las necesidades de unos y otros saltan a la vista,
acaso si parecen ampliarse por la extrañamente larga longitud de un puente tan
bajo, que hace que ese trayecto a pie parezca interminable. Este es el puente
histórico. De tantas, la arteria más grande por la que en los últimos diez años han salido los más de siete millones que se fueron de su tierra. Los
signos de ese drama no se han ido del aire.
Las aguas oscuras del río Táchira bajan con fuerza buscando camino hacia el lago de Maracaibo. La iglesia de San Antonio se eleva imponente sobre la vegetación a la derecha de la vista, mostrándonos desde ya el fin del recorrido pactado. Al frente, un cartel vertical nos da la bienvenida a la República Bolivariana de Venezuela con atípico retrato de Simón Bolívar en tercera dimensión que Hugo Chávez mandó a hacer en su gobierno luego de la inusual exhumación de su cadáver.
Unos cuantos guardias custodian el ingreso en la aduana, pero hacen sólo
un chequeo selectivo y escaso de los entrantes. Nadie nos detalla; nadie revisa
cédulas, nadie chequea pasaportes, seguimos derecho sin consultas por el retén,
pero a cada paso que damos hacia adentro vamos perdiendo grado a grado la
percepción de tranquilidad y seguridad. Cada quien parece demasiado ocupado en
su propio afán como para cuidar de otros. El agite de la gente es muy parecido
al de la orilla colombiana, pero los comercios de la vía principal son apenas
una sombra de la oferta que había del otro lado.
Giramos a la derecha por la calle que según el mapa que consultamos antes
y el avistamiento de la iglesia prometía llevarnos a la plaza principal.
Todo era la anatomía de una crisis. Locales cerrados. Calles despobladas.
Aire de tierra de nadie. Unos pocos locales se mantenían abiertos con un
surtido ínfimo. Estantes vacíos. La poca mercancía, arrumada hacia adelante a
la vista de los pocos pasantes. Sin luz eléctrica en muchos de los locales por
los racionamientos de energía por sectores. Tiendas cerradas, consultorios
cerrados, la pequeña ciudad comercial de San Antonio, apenas un asomo de lo que
fue hace años. Muchos adultos y pocos jóvenes a la custodia de la poca
mercancía de las tiendas. En una juguetería, la luz solar filtrada vivamente
por las ventanas rechina sobre los estantes completamente vacíos, y sólo una
docena de cajas rosadas con muñecas de varios tamaños se exhiben apiladas unas
sobre otras en la entrada al almacén. Ese vacío radical de los estantes del
fondo contrasta contra el rosado-felicidad-infantil del apenas puñado de cajas
de muñecas dispuesto casi sobre la acera. La dimensión de la escasez hiere la
vista.
Los árboles de la plaza son altos y frondosos. La imponente fachada de la
iglesia, de casi toda la extensión de la plaza, tiene las puertas cerradas. En
el centro de la plaza, a la base de la infaltable estatua patria le arrancaron
las placas conmemorativas no se sabe cuándo. Sobre esta, la estatua enorme de Bolívar
posa gloriosa y glamurosa ante un abandono que ignora.
El retorno a la vía principal por la otra calle no dejó sensaciones
nuevas. Una repostería con venta de frutas y verduras de una esquina ofrecía
unas pocas tortas tristes en un mostrador sin luz y la estantería de frutas y
verduras estaba completamente vacía. Igual, ya se nos había quitado el hambre.
Toparnos con diez policías en la vía principal no hizo que nos
sintiéramos necesariamente más seguros. Cruzamos por la derecha del retén hacia
el puente internacional como en un trance. Superado un tunelcito peatonal de
control sin controles, se abría a la derecha una placita conmemorativa con
bustos de próceres. Quien la concibió en el pasado se imaginó, seguro, que
viajeros gallardos y familias curiosas se iban a detener a admirar las figuras
en su paso por la frontera. Si así llegó a ser, no es el caso hoy, que todo el
gentío en sus rebusques y en sus afanes ignora a los próceres abandonados al
calor.
Un grupo de jóvenes se nos adelantan rumbo al puente hacia el lado
colombiano, sus maletas grandes terciadas a la espalda, aparentemente con más
prisa que nosotros. En un cartel vertical de despedida en la salida hacia el
puente internacional, una frase altiva de Nicolás Maduro les recuerda a los
chicos cuán orgullosos deben estar por haber nacido en la patria del Grande,
del Libertador.
(Imagen: archivo personal)
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