León XIV y el mundo
En la tradición de la Iglesia Católica es bastante común que las
elecciones papales coincidan con las necesidades del momento histórico. Y esta última elección no sólo no fue la
excepción, sino que se terminará convirtiendo en uno de los casos más ejemplificantes
de esa costumbre.
Los 12 años del papado de Francisco fueron verdaderamente transformacionales, no sólo en la gestión vaticana, magullada por serios escándalos, sino también por la forma como su sencillez, su sensibilidad social y humana y su espíritu inclusivo inspiró tanto a feligreses como no feligreses y se instauró como un modelo de conducta. Fue conmovedor ver al papa enfermo, todavía ‘con las botas puestas’, participando de la celebración del Domingo de Resurrección con los fieles en la Plaza de San Pedro, en silla de ruedas, con grandes dificultades para respirar. Le alcanzó la energía ese día para entrevistarse, con aleccionadora cordialidad, con JD Vance, vicepresidente de Estados Unidos convertido al catolicismo y de quien el papa fue contradictor público, antes de fallecer a la madrugada siguiente en un imborrable Lunes de Pascua.
El obispo de Roma es, con distancia, el líder religioso que cuenta con
más visibilidad e influencia mediática en Occidente y en el mundo, no sólo para
las comunidades de católicos, sino, también, convirtiéndose, a veces, en todo
un fenómeno cultural global. Era natural entonces que hubiera gran expectativa
sobre quién podría ser el sucesor de Francisco, cuáles las bases de su carisma y
en qué dirección querría conducir a la Iglesia.
Y ya pasada una semana de la veloz elección del cardenal estadounidense Robert
Francis Prevost Martínez como el nuevo sucesor de Pedro todavía estamos
sintiendo las ondas de choque de semejante hito.
Primero, porque el resultado del cónclave fue la corroboración de la profunda
influencia que dejó Francisco en su papado. Habiendo nombrado a 108 de los 133
cardenales electores de esta ocasión, la impronta suya estaba garantizada en todos
los candidatos más opcionados y permitiría la continuidad de al menos gran
parte de su legado. Es en ese contexto en el que se elige como papa a un fraile
misionero con décadas de experiencia de trabajo con comunidades, agustino, de
orden mendicante, quien por 12 años había liderado a su orden antes de que Francisco
lo nombrara, primero, obispo desde 2014, luego prefecto del Dicasterio para los
Obispos desde 2023 – en la práctica un rol ministerial en el Vaticano – y luego
cardenal.
Segundo, porque por primera vez en la historia se nombró a un cardenal
estadounidense como papa, rompiendo con un tabú que parecía insuperable. Aunque
la suma de las vertientes cristianas sí son mayoría en Estados Unidos, el
catolicismo no lo es. Y más que eso: siendo la primera potencia económica y
militar del mundo, la percepción de independencia espiritual – y política – del
Vaticano habría quedado fácilmente comprometida en casi cualquier circunstancia
ante el atisbo de posibilidad de que un eventual papa proviniera de ese país.
Cualquier circunstancia salvo la actual, en la que la estabilidad social y política de los Estados Unidos se ha visto recientemente en juego, con su creciente polarización política y el avance desenfrenado de los discursos aislacionistas y de indiferencia – cuando menos – y de odio – cuando más – a lo foráneo, con implicaciones serias, claro está, para el resto del mundo.
Y tercero, porque la alternativa estadounidense funcionaba de maravilla por las
características particulares del cardenal Prevost, su estilo modesto, su voz
pausada, su espíritu de servicio, su formación en matemáticas, su
cosmopolitismo, sus orígenes multinacionales y creoles, su doble nacionalidad
peruana, sus erres bien pronunciadas en italiano y en español, y quien, como
lo ha demostrado en ocasiones recientes frente a las políticas antinmigración
del gobierno Trump, no se incomoda tomando posiciones públicas de crítica al
poder. No cabe duda de que cuando los cardenales votaron el jueves pasado
estaban pensando no sólo en el futuro de la Iglesia sino también en el estado
del mundo, y que, por su trayectoria y conjunto, pensaron en Robert Prevost como
un antídoto espiritual para una comunidad necesitada de anclajes éticos que le
ayuden a atravesar un periodo de incertidumbre, desconfianza y ansiedad.
Basta con ver la tremenda riqueza simbólica de los pocos minutos de su primera
presentación pública ante los fieles en la Plaza de San Pedro. La elección del
nombre León XIV, para rememorar a León XIII, el papa progresista de la
encíclica Rerum novarum. Su primer saludo, “la pace sia con tutti voi”,
tan en resonancia con el “fratelli e sorelle, bounasera” con el que en
su momento Francisco se presentó. El ligero movimiento pendular de vuelta a la tradición,
marcado por el uso de la muceta roja, la estola y el crucifijo dorados papales,
para denotar la unión de la Iglesia y alejar cualquier sombra de futuro cisma,
lo cual, por supuesto, es fácil de ejecutar sin máculas reputacionales por un
misionero que ha vivido por años en voto de pobreza, de consabida capacidad de austeridad. La preferencia
por la lectura de texto escrito en discurso público, para que ninguna improvisación
dé lugar a crisis doctrinales arriesgadas. Su invitación a construir puentes. El
saludo en español a los fieles de Chiclayo, donde sirvió como obispo. Pero,
sobre todo, la calculada ausencia de palabras en inglés, su lengua materna,
pero también la lengua de poder que tan rápido asociamos con la influencia
estadounidense en el mundo, y que sólo comenzó a usar en público a partir del
segundo día del papado. Como diciéndole “no tenemos que ser los primeros” a la America
First de Trump.
Y es que hay que ver y escuchar algunas de las apariciones públicas del otrora
obispo y cardenal Prevost en inglés, en español o en italiano para corroborar
rápidamente que el hoy papa León es un gran exponente de una tradición
participativa, civil y gentil que todavía cabe perfectamente que llamemos anglosajona.
Su actuar es, en efecto, uno que construye puentes.
Como lo resumía el sacerdote jesuita estadounidense James Martin en una
entrevista reciente, Trump y Vance pierden con él la habilidad de decir que el
papa no entiende a los Estados Unidos, y Vance no se va a volver a sentir en la
libertad de tergiversar palabras de San Agustín en Twitter con un papa
estadounidense y agustino.
¿Quién hizo más por el final de la Guerra Fría, el presidente Ronald Reagan o el
cardenal polaco Karol Wojtyla convertido en Juan Pablo II? La influencia papal
en la política internacional no debe subestimarse. En las aguas enrarecidas de
la actual política global, los mensajes de esperanza, caridad y rectitud susurrados
con Midwestern accent a la opinión pública estadounidense, y al mundo
entero, pueden tener un impacto importante.
Si el pueblo estadounidense últimamente ha andado necesitado de mensajes,
aquí hay uno. Y si el mundo últimamente ha andado necesitado de unos Estados
Unidos más solidarios y responsables, aquí hay una invitación.
La Iglesia pasa por arduos debates sobre las dosis adecuadas de tradición
y modernidad a las que debe llegar esta institución milenaria para encarar el
siglo XXI. Pocos querrían la responsabilidad papal y sus rigores. En medio de
esos retos, la juventud del papa León podría hacer a su pontificado todavía más
transformador que el del propio Francisco. Los fieles y el mundo entero van a
estar atentos observando.
(Imagen: NBC News)
Comentarios
Publicar un comentario