¿Le convenía a Japón no cancelar los Olímpicos?

Por: Juan Fernando Palacio

Profesor de Relaciones Internacionales, UPB Medellín, juanfernandopalacio@gmail.com

No todo es plata… ni oro, ni bronce

No nos digamos mentiras: los Juegos Olímpicos y otros mega-eventos deportivos están plagados de críticas y escándalos. En las últimas décadas los costos de los juegos se han disparado para los países y ciudades anfitriones, algunos procesos de selección de sedes han sido cuestionados por sobre exigencias o por falta de transparencia y cada vez son más comunes los estudios que subrayan los efectos negativos de estos eventos en materia de sostenibilidad, de desviación de recursos de otras metas que serían más apremiantes, entre otras críticas. A eso se le suma que los gobiernos, tanto del país anfitrión como de los demás, siempre encuentran maneras de instrumentalizarlos políticamente, con lo que los puristas dirán que se les pierde algo de su magia.

Y los juegos de Tokio de este verano no son la excepción. Desde escándalos por equidad de género entre los organizadores japoneses hasta sobrecostos – que fueron de más del doble del pronosticado –, pasando por los riesgos de contagio de Covid, los juegos de este año son el foco de problemas y de críticas. De entrada, se tuvieron que aplazar por un año a raíz de la pandemia. Y, finalmente, se tuvieron que hacer sin público por el pico de contagio en Tokio y ante el descontento de muchos japoneses que se oponían a su realización.

¿Valía la pena obstinarse en hacer los juegos, a pesar de todo?

Es imposible dar una respuesta concluyente, porque aquí entramos al dominio de las escalas de valores y de la subjetividad. Pero sí es posible proponer un par de reflexiones que ayuden a entender el contexto y lo que está en juego.

En primer lugar, es importante considerar los aspectos económicos. Es muy difícil medir los beneficios financieros de ser anfitriones de mega-eventos deportivos. Primero, porque buena parte de las inversiones en infraestructura para los eventos, tanto deportiva como no deportiva, de todas formas se habría construido para cubrir necesidades de la población – sobre todo en una gran metrópoli como Tokio. Y segundo, porque las externalidades positivas asociadas al prestigio del país – y que inciden en los negocios y en el turismo en el largo plazo – son tremendamente difíciles de cuantificar. Pero, en general, existe consenso de que, con excepción de los Olímpicos de Atlanta en 1996, que fueron todo un modelo de gestión, los mega-eventos de las últimas décadas han tenido beneficios netos nulos o como mínimo dudosos, por lo menos en el corto plazo.

Y buena parte de los ingresos que ayudan a salvar el equilibrio financiero de los juegos son los derivados del turismo, que son justamente de los que Japón no se puede beneficiar en un contexto de crisis sanitaria actual.

El panorama no es nada bueno. Y, no obstante, ¿no sería peor el balance si luego de haber hecho inversiones por más de diez años el país cancela los juegos? En tal caso el descalabro sí habría sido peor, y esta línea argumentativa es muy difícil de cuestionar.

Sin embargo, un aspecto más allá de lo económico que siempre hay que considerar cuando pensamos en eventos internacionales de esta envergadura mediática es sin duda el de la ‘salud’ de la política global. No nos detenemos lo suficiente a pensar en el enorme beneficio que todos estos rituales seculares modernos generan, distensionando las relaciones entre los países y erigiéndose en modelo de sana competencia, de amistad y de convivencia intercultural. Si las competiciones deportivas son metáforas de la guerra, también es cierto que son rituales controlados que nos permiten desfogar cualquier instinto de rivalidad que tengamos, desactivando en las comunidades los impulsos de acudir a un conflicto real. Y estos beneficios operan en alguna medida independientemente de los cálculos políticos coyunturales con los que los gobernantes deciden participar en los juegos.

No podemos llegar al romanticismo de creer que sólo a punta de olimpiadas y mundiales de fútbol se va a evitar una tercera guerra mundial, pero desconocer la utilidad de estos eventos es negar la importancia crucial de los procesos de socialización en el funcionamiento del sistema internacional.

Nadie quiere ir a la guerra con Brasil: todos queremos que su equipo de fútbol brille el día en que nos topemos con ellos para ganarles en la final del próximo Mundial.

Es por ese aporte crucial a la concordia internacional que estos Juegos Olímpicos de la Resiliencia, en medio de la pandemia que sacudió al mundo, vienen cargados de un valor simbólico tan especial.

Los Olímpicos son una fiesta inigualable. Y el mundo le debe admiración y gratitud a los esforzados anfitriones de este año. Cómo no pensar entonces que el prestigio que logrará Japón por estos juegos no va a ser proporcional a todo su empeño.

(Imagen: AP News)

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