El final de la intervención en Afganistán
Por: Juan Fernando Palacio
Profesor de Relaciones Internacionales, UPB Medellín, juanfernandopalacio@gmail.com
Aunque tiene pros y contras, muestra una
manera distinta de hacer política exterior.
El anuncio
de la administración Biden de retirar las últimas tropas estadounidenses de
Afganistán antes de que se cumpla el vigésimo aniversario de los atentados del
11 de septiembre marca el final de la guerra más larga de la historia de Estados
Unidos.
Ahuyentar a
los talibanes de Kabul fue un objetivo fácil y hoy Afganistán no es el
santuario del terrorismo internacional que llegó a ser para Al-Qaeda, con lo
cual la meta principal de esta intervención estaría cumplida. Pero la
conformación de un gobierno genuinamente democrático y la estabilización del
país han demostrado ser metas mucho más esquivas, por no decir abiertamente
imposibles. Osama Bin Laden fue dado de baja en 2011 en Pakistán y desde 2012
Estados Unidos y las fuerzas de la OTAN iniciaron su retirada. Las tropas
actuales son apenas reductos, pero las dos administraciones anteriores no
habían querido replegarlas, preocupadas por las consecuencias. Entre tanto, el conflicto
ha sumado casi 2.500 bajas entre las fuerzas estadounidenses y un costo total
de 2 trillones de dólares, equivalentes al 10% del PIB de esta nación.
Los pros de
la retirada son entonces evidentes. Con esta decisión Estados Unidos evita más
muertes de sus soldados, realiza sustanciales ahorros de recursos y cierra un
capítulo de su historia de intervencionismo ante una opinión pública apática y hastiada.
Su trasfondo es realista, partiendo del reconocimiento de que ni el mayor poder
militar del mundo lo puede todo.
Sin embargo,
esta decisión no viene sin consecuencias y riesgos. El retiro estadounidense genera
un vacío de poder que puede ser aprovechado por China e Irán. Asimismo, el país
puede caer presa de una guerra civil con implicaciones terribles para la
población. Los talibanes podrían retomar el control de Kabul, y con ello la
meta original de la intervención en 2001 quedaría en entredicho. Finalmente, el
costo reputacional de abandonar este frente de batalla no es desdeñable, y
podría tener efectos negativos en la percepción de la relación de fuerzas entre
las grandes potencias o en la percepción de algunos aliados sobre la confiabilidad
del apoyo militar estadounidense.
Pero la
decisión está tomada y puede decirse que sus consecuencias finales dependerán
de cómo se acompañe esta decisión y cómo se capitalice. En este aspecto todo está
por verse y el contexto en que se dieron las cosas es sumamente interesante. Biden
no tomó esta decisión por alguna presión latente de la opinión pública, lo cual
es un signo de autonomía y de proactividad, mostrándose dispuesto a usar su
capital político para tomar decisiones polémicas. Ese tipo de determinación
puede ser un activo valioso en la política exterior del resto de su gobierno. Además,
tampoco se tomó esta decisión de manera impulsiva, a través de un trino en Twitter
como en la administración pasada, sino que se siguieron los conductos burocráticos
regulares de deliberación que facilitan una posición unificada del gobierno antes
del anuncio público. En efecto, el cambio de estilo es tan grande frente a la
administración anterior que un corresponsal en Washington lo comparaba con
pasar de fumar una pipa de crack una vez al día a tomar una vez a la semana una
sola cerveza con bajo contenido de alcohol.
Si la
decisión de Afganistán es una señal de que hay una dosis de realismo en la
política exterior del gobierno Biden, su actual tono beligerante hacia China y
Rusia son, en cambio, muestra de que los valores liberales son otro de sus ingredientes
clave. En ese sentido, las tensiones geopolíticas del sistema internacional no
parecen disminuidas por la llegada de Biden. Es todavía prematuro concluir que este
tono será una constante de los próximos cuatro años o que son apenas posicionamientos
discursivos iniciales en el tira y afloje de las relaciones entre las grandes
potencias.
(Imagen: BBC)
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