El golpe en Myanmar


Por: Juan Fernando Palacio

Profesor de Relaciones Internacionales, UPB Medellín, juanfernandopalacio@gmail.com

A pesar de la presión externa, una pronta solución a la crisis no es fácil.

A dos meses del golpe de estado en Myanmar, las protestas callejeras no han cesado y los muertos ya superan los 400.

La crisis comenzó el 1 de febrero cuando el ejército birmano detuvo a Aung San Suu Kyi, la líder política más prominente del país y cabeza visible de su partido político, la Liga Nacional para la Democracia, que gobierna a Myanmar desde 2015. Ella y otros miembros fueron detenidos luego de acusarlos sin pruebas de fraude en las elecciones pasadas. Estas acciones fueron inmediatamente condenadas por la ONU, la Unión Europea, Estados Unidos y Reino Unido.

Myanmar es un país de ingresos bajos que hoy cuenta con más de 50 millones de habitantes. Colonia británica durante más de un siglo y ocupado brevemente por Japón durante la Segunda Guerra Mundial, este frágil país multiétnico ha sido gobernado predominantemente por dictaduras militares desde su independencia en 1948. Sólo en la última década ha logrado progresos importantes hacia la democracia, pero el ejército, aunque no muy popular, sigue siendo un actor influyente, con privilegios constitucionales y poder sobre la economía. Según el Índice de Democracia de The Economist Intelligence Unit, Myanmar todavía tenía uno de los regímenes más autoritarios del mundo hasta 2011. Y las leves mejoras en democratización que experimentó en los años subsiguientes se han reversado en el último par de años, con lo cual el país se ubicaba para 2020 – antes del golpe – en el puesto número 135 de los 167 para los que se construye este índice.

Aung San Suu Kyi, por otro lado, se había convertido en una figura controversial. Suu ha sido por décadas el símbolo de la resistencia cívica a la dictadura militar de su país. Estuvo encarcelada por años y recibió múltiples honores internacionales por su activismo político, incluyendo el Nobel de la Paz en 1991. Sin embargo, a Suu le han llovido múltiples críticas internacionales por no cuestionar las acciones de los militares en los últimos años contra la población rohinyá, un signo más de la enorme influencia política del ejército en el país. Las protestas recientes, no obstante, han corroborado la popularidad de Suu entre la población birmana.

Un pronto desenlace se ve cada vez más improbable. Tal vez los militares no calcularon el baño de sangre que se iba a producir por cuenta del golpe. Pero ahora que la cifra se ha elevado, algunos entenderán que aferrarse al poder es la única opción que tienen para no terminar en la cárcel. Las sanciones internacionales y la inestabilidad civil tendrán un innegable impacto en la inversión y en la economía, pero quienes gobiernan lo considerarán un precio necesario. En particular, las potencias occidentales no son vistas como fuerzas trascendentales para la estabilidad del régimen. China e India – los poderes regionales – sí lo son. China es con distancia el principal socio comercial de Myanmar y Beijín no ha sido crítico a las acciones del ejército birmano. India, por su parte, ha tomado una posición cauta, no sólo porque los militares birmanos han sido aliados importantes contra los grupos insurgentes de la frontera binacional, sino también porque teme que un desplante a los militares sólo serviría para que China aumente su poder en Myanmar, un revés geopolítico que no se quiere permitir.

Así las cosas, y con una nueva generación de jóvenes que ya probaron una década de libertades civiles y que no están dispuestos a abandonarlas tan fácilmente, nada parece impedir el recrudecimiento de la violencia en las calles.

(Imagen: AP)

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