¿La reunión del G7 se postergó por la pandemia?

Donald Trump at the G7 summit

Por: Juan Fernando Palacio

Profesor de Relaciones Internacionales, UPB Medellín, juanfernandopalacio@gmail.com

Excusas no son razones.

La cumbre anual del G7 debía realizarse en Estados Unidos en junio pasado pero se pospuso para septiembre, en lo que constituye un cambio de agenda inusual. Las dificultades logísticas y los riesgos derivados de la pandemia del coronavirus fueron la razón esgrimida para postergar la cita. Sin embargo, se trata más bien de una excusa oportuna que ahorra dar explicaciones públicas más profundas sobre las tensiones actuales al interior del grupo.

Conformado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido y acompañado rutinariamente por los líderes de las instituciones comunitarias de la Unión Europea, el G7 es una de las agrupaciones internacionales más características del mundo contemporáneo. Sus cumbres anuales datan de 1975 y surgieron por la necesidad que observaron en ese entonces las potencias occidentales de contar con un formato más informal que permitiera a los líderes de estos países conocerse y relacionarse mejor, facilitando así la promoción y coordinación de políticas conjuntas. Esto marca un contraste con los encuentros de la ONU y otros organismos internacionales que, aunque indispensables, abundan en protocolos y tienen un gran volumen de participantes, lo que con frecuencia dilata la comunicación y la acción de los actores.

La relevancia del G7 ha ido cambiando. En los años 70 los países del G7 eran al mismo tiempo las siete economías más industrializadas y las de mayor tamaño de mercado en la economía mundial. Hoy el ascenso chino, indio y de otros países emergentes le ha quitado al grupo ese estatus. Además, el G20, compuesto por los miembros del G7 pero también por otros países clave como Rusia, China e India y con representantes de todos los continentes, se ha venido consolidando en el último siglo como un foro importante de diálogo y de coordinación de políticas, opacando un poco el protagonismo del G7.

Este escenario cambiante no debe, no obstante, hacernos desconocer la trascendencia del G7, el cual representa hoy cerca de la mitad del Producto Interno Bruto del mundo. El G7 conserva la ventaja de ser un grupo pequeño cuyas cumbres mantienen un alto componente de informalidad, lo que favorece la socialización, y sus países miembros comparten muchos valores en común en referencia a democracia, separación de poderes y derechos humanos, lo que facilita la toma de decisiones y los acuerdos. No es el caso del G20, cuyo formato sigue siendo muy grande para promover la informalidad y en el que las diferencias de criterio entre los miembros llegan a ser irreconciliables. Es por ello que el G7 sigue siendo una pieza fundamental del ejercicio de la política exterior de los países que lo conforman y sus cumbres siguen siendo eventos diplomáticos de relevancia, que se nutren de invitaciones recurrentes a líderes políticos de otros países y a directores de organismos internacionales.

Pero los forcejeos de los últimos meses sobre las disposiciones de la próxima reunión del G7 muestran hasta qué punto la era Trump ha cambiado el orden de las cosas. Detrás de la dificultad que plantea la pandemia subyacen diferencias sustanciales sobre la conformación del grupo. Calcando un poco de sus recurrentes críticas a la OTAN, Trump ha acusado al G7 de inservible e irrelevante a menos de que este foro se abra permanentemente a otros actores, en una curiosa salida hacia la diversificación y ampliación de un grupo en cuyas últimas reuniones se ha sentido incómodo y ha terminado varias veces acorralado y aislado. El grupo debería reincorporar a Rusia, ha afirmado, país que hacía parte desde 1997 en la distensión de post-Guerra Fría pero del que fue desinvitado en 2014 luego de la anexión ilegal de Crimea en el conflicto con Ucrania. Asimismo, afirma, debería incorporar otros países como Brasil, India, Corea del Sur, Australia, para que el grupo tenga más relevancia.

No es la primera vez que se hacen ese tipo de propuestas para el G7 y es común que sean promovidas por voces muy calificadas. Algunos encuentran que sería más productivo hablar con Rusia que hablar de Rusia en las cumbres del grupo, y que mantenerlo afuera ayuda a crear un ambiente de nueva Guerra Fría que afecta al sistema internacional. De hecho, antes de Estados Unidos, algunas voces en los gobiernos de Japón, Italia y hasta Alemania se habían manifestado en los últimos años en pro de la reincorporación de Rusia. Por otro lado, otras tantas han advocado por la ampliación del grupo a otros países democráticos que le aumente su fuerza y alcance, conservando todavía un cuerpo común de valores. Corea del Sur y Australia son los candidatos naturales por el tamaño de sus mercados y porque también cuentan con economías industrializadas, lo que no es el caso de otros candidatos potenciales.

El problema, pues, no radica tanto en el contenido de las propuestas que hace Trump sino en una visible falta de respeto por los procedimientos con los que estas deben aprobarse. Las decisiones sobre la composición del grupo son tomadas por consenso. Sucedió así con la inclusión de Canadá en 1976 así como con la invitación y desinvitación a Rusia en años más recientes. Normalmente el país que tiene la presidencia pro témpore, es decir, el que cuenta con el turno de ser el anfitrión de la cumbre anual, tiene algunas atribuciones especiales, como definir la agenda y los invitados políticos, y el año pasado, que Francia era el anfitrión, Macron quiso correr el riesgo de invitar al ministro de exteriores iraní buscando avances con Estados Unidos en el tema nuclear.

Pero si bien las atribuciones del anfitrión son amplias, éstas no son totales, y los movimientos de Trump como anfitrión se han leído más como un intento de auto atribuirse decisiones que sólo le competen al consenso del grupo y sobre las cuales este consenso todavía no existe. Sin contarse consideraciones de orden personal, hoy las bases políticas de los gobiernos de Canadá y Alemania no permiten que la inclusión de Rusia sea viable sin un costo político doméstico. Y el gobierno japonés, considerando sus tensiones crecientes con Corea del Sur, ya manifestó públicamente que no apoyará la inclusión de ese país como miembro. Se presenta entonces una situación en la que al menos algunos de los miembros encontrarían preferible no ir a una cumbre que suele estar entre sus más importantes, como último recurso para que no se les imponga nuevos miembros en el grupo. Un desastre diplomático para todos.

Así las cosas, iniciativas que podrían avanzar por la vía del diálogo, de la persuasión y de la construcción de consensos se están intentando imponer a la fuerza, generándose así un escenario más en el que se hacen visibles las actuales fracturas de Occidente.

La reincorporación de Rusia o la llegada de nuevos miembros son propuestas que tienen algún sentido. Pero cada nueva inclusión cambia la naturaleza del grupo y las razones y las áreas de su utilidad. El arribo de Australia y Corea del Sur implicaría un club que se sigue pensando desde sus valores democráticos y desde la posición de las economías más avanzadas. El de India o México descartaría lo último. El retorno de Rusia facilitaría el diálogo con ese país, a sacrificio de una menor coherencia interna para la coordinación de políticas conjuntas. El mantener el formato conservador de los siete miembros tiene también sus ventajas en un contexto incierto como el de ahora en el que hay pocos ánimos para propuestas ambiciosas. Mas se trata de decisiones que deberían provenir del consenso y no de la imposición.

Para ejemplo, la última cumbre de la Unión Europea pudo hacerse de forma presencial, a pesar de la pandemia. Queda por verse lo que suceda en la eventual cumbre del G7 en septiembre y bajo qué condiciones se realice; o si se volverá a utilizar la excusa de la pandemia para aplazarla una vez más.

 (Imagen: Politico

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